REVISTA DE CINE

martes, 14 de diciembre de 2010

GUERRAS GITANAS

GUERRAS GITANAS

 No hice la mili, nunca tuve consolas con complicados juegos de estrategia militar. Parecería que nunca participé en ninguna batalla, real o virtual, pero es cierto que además de socializarme con los clásicos juegos de piratas o indios y vaqueros con los que los amigos del barrio pasábamos horas en la primera infancia,  sí crecimos en algo que parece estar muy actual en la política contemporánea: la cohesión y el miedo frente al enemigo común. Y ese no era otro que el miedo al gitano.

 No recuerdo cuando oí hablar por primera vez de los gitanos, esos personajes misteriosos que acechaban como sombras por las esquinas y que representaban justo lo contrario de lo que mi madre quería para mi, que curiosamente solía ser lo que yo hacía y más me satisfacía: “péinate anda que pareces un gitano, no se escupe al suelo eso es de gitanos. Mira como vienes de la calle, si es que sois como gitanos”.

 Mi barrio era uno de tantos barrios obreros del sur de Madrid con pisos construidos al hilo de la inmigración de los 60 como viviendas para trabajadores de una de las muchas fábricas que surgieron en esa época.
 Pero tenía sus fronteras perfectamente delimitadas y como en el viejo oeste, más allá de éstas se encontraba el territorio salvaje, inhóspito y hostil de los gitanos: núcleos de chavolas y casas viejas se concentraban entre las afueras de mi barrio y las carreteras que lo rodeaban.

 Desde muy niños, pronto aprendimos que nuestro terreno de juegos podía ser invadido en cualquier momento por “bandas” de gitanillos que penetraban en nuestro seguro mundo arrasando con ellos confianzas, diversiones, balones , cromos, peonzas o la tragedia de las tragedias: alguna bicicleta. . Bandas que se dejaban ver provocando el miedo en los “inocentes niños buenos” que por allí andábamos.
 Y entre esos gitanillos enseguida un nombre empezó a hacerse fuerte en nuestros temores: Abraham.

      El Abraham, como así le llamábamos, tendría dos o tres años más que yo. No era el color rubio de su rizado pelo lo que nos imponía, que a diferencia del negro cabello de sus congéneres le hacían destacar por encima de ellos, ni su esmirriada figura, alta y delgada. El Abraham tenía una cualidad que le hacía temible a nuestros ojos. El Abraham era cojo. Arrastraba su pierna en un curioso baile cuando andaba. No sé por qué, un rasgo que de adultos no es más que una clara discapacidad a los ojos del niño se convertía en un rasgo de ferocidad. Como Jhon Silver, el famoso pirata de la pata de palo de la Isla del tesoro. Pero más feroz que su porte, era sin duda su leyenda, su halo enigmático. No sé cuando ni por qué se forjó ese halo, pero hay aprendizajes que en la vida de un niño de siete u ocho añitos parecen ser naturales en sí mismos, que siempre han estado ahí o que ha crecido con ellos. El Abraham era el gitano temido del barrio entre nosotros.

      Iban pasando los años entre libros del colegio, bocadillos de nocilla y patadas al balón. Recuerdo días en que me desplazaba con mi colección de cromos de la liga de fútbol buscando entre los bloques cercanos otros niños con quien intercambiar los repetidos. Siempre el mismo ritual. Te cambio, vale. Sile, sile, nole ,nole, sile… cuando de improviso, dos o tres gitanos aparecían, nos pedían ver los cromos y se los llevaban como el esbirro del Señor Feudal que pasa a cobrar su tributo a la plebe. Afortunadamente el último fichaje de turno, ese que lo cambiaba por más de cincuenta cromos lo llevaba siempre escondido a buen recaudo, entre el calcetín y nunca sufrió ningún expolio. Recuerdo también como, en medio de un partidillo de fútbol con árboles haciendo de porterías en los entrebloques junto a casa, de pronto tres o cuatro gitanos llegaban. El miedo nos paralizaba. Nos pedían dar unas patadas al balón, y salían corriendo con el preciado tesoro entre los brazos frente a nuestra desolación y nuestra resignación.

      Inventábamos estrategias como aquella de acordar una contraseña cuando alguien divisara a algún gitano y huir entonces despavoridos dispersándonos. Jugábamos con nuestra peonza y alguien del grupo gritaba  -“Pipas!!. Y salíamos corriendo. Cuando nos juntábamos abroncábamos al vigía de turno porque normalmente avisaba sin peligro alguno. Que sí, que era el Abraham que lo he visto. Seguro. Pero ni Abrahám ni nada porque cuando los gitanillos aparecían nadie tenía valor suficiente para gritar nada. O como aquellos domingos en que planeábamos estrategias para avanzar en pequeñas avanzadillas hasta el cine del barrio. Aquel cine guardaba un sabor especial. Aun recuerdo su olor a sala cerrada con palomitas y cocacola. Pequeño y familiar,  los fines de semana nos encontrábamos allí para ver la Guerra de las Galaxias o Indiana Jones o cualquiera de las películas de Bruce Lee gracias a estas últimas por cierto, terminábamos siempre peleados entre nosotros por intentar emular sus patadas y puñetazos. El cine siempre era una algarabía de risas, silbidos cuando la protagonista estaba buena o comentarios irónicos en alto en casi todas las escenas. Y es que era un cine tomado por los gitanos. Siempre avanzábamos dos del grupo, agachados hasta la siguiente esquina.
Comprobábamos que el territorio estaba despejado, y dábamos la señal para que avanzase el resto del grupo. Estrategia siempre inútil porque cuando llegábamos a la cola del cine a sacar las entradas, por más que nos quisiéramos sentir seguros por la presencia de otros chicos más mayores allí estaban el Abraham u otros gitanillos que se nos acercaban y nos preguntaban ¿Tenéis cromos?

      Lo cierto es que el Abraham jamás nos quitó nada. Siempre fueron otros. Pero su sola figura ya merecía respeto.

      Seguían pasando los años y la adolescencia iba haciendo su aparición entre los amigos del grupo. Empezaban a cambiar nuestros cuerpos, nuestros gustos, nuestras costumbres. Aunque en esos primeros años púberes se mezclaba en el mismo envase una mente infantil con una nueva mente adolescente que comenzaba a cuestionarse cosas. Como por ejemplo nuestra sumisión. Pronto comenzaron a oírse las primeras reflexiones del tipo Es que se lo ponemos a huevo.

      Pero aunque nuestros cuerpos cambiaban había juegos que no abandonábamos como los siempre presentes partidos de fútbol. Cambiaba, eso sí, la ocupación del espacio. Zonas que hacía años eran impensables de transitar ahora expandíamos nuestras fronteras tanto mentales como físicas y nos íbamos a jugar más allá de las vías o de la carretera dejando atrás grupos de chabolas.

      Uno de aquellos días en que jugábamos un partido en el Campo de Tierra fue quizá el punto de inflexión en mi guerra gitana particular. El campo en cuestión era un terreno de juego de verdad, donde jugaba uno de los equipos federados del barrio. Pero se encontraba al otro lado de la carretera descendiendo por una zona de pequeñas dunas de maleza, rastrojos, y escombros amontonados. Disfrutábamos del placer de unas porterías de verdad y una extensión grande para correr. Aquel día jugábamos mezclados con otra gente más mayor, conocidos de unos de mis amigos y ajenos al barrio y que tendrían unos dieciséis o incluso dieciocho años algunos de ellos. Yo me encontraba algo asustado. Ese era terreno gitano. Y aunque me sentía algo más tranquilo por la presencia de chicos mayores notaba en el aire cierto  ambiente intranquilo.

      Al poco de comenzar el partido los divisé. Como guerreros sioux, rígidos en lo alto, observando, acerté a ver primero a dos o tres figuras morenas sobre una de las dunas. Al poco fueron sumándose más,  desaparecieron entre la última hondonada del terreno para aparecer descendiendo un grupo de más de diez, algunos mayores, y entre ellos una figura rubia que arrastraba la pierna al andar: el Abraham. Se mascaba la tragedia como diría algún comentarista deportivo. Ya me veía dando y recibiendo golpes para defender no ya los balones sino el poco dinero que pudiéramos llevar ya que últimamente se oían rumores sobre algún atraco buscando dinero, relojes  o cazadoras. Aunque eso es otra historia ya que en aquellos años 80 obedecían más al asunto de la heroína que de las “guerras gitanas”.

      Interrumpieron el partido. Ví como los más mayores de nuestro grupo se acercaban a ellos. Y entonces se produjo el milagro. No hubo amenazas, ni insultos, ni empujones. Por primera vez observé como el diálogo y la cooperación soluciona conflictos porque al poco organizamos un partido de payos contra gitanos. Y ahí estaba el Abraham de portero, arrastrando su pierna, intentando poner freno a una goleada brutal que saboreé como una auténtica victoria.

      Y con el paso de tiempo los partidos se hacían más distanciados, empezamos a sustituir los cromos y las peonzas por los litros, el tabaco, los besos robados a las chicas y las tardes enteras en el césped del parque. Los asaltos, como decía, comenzaron a ser fruto del caballo que golpeaba en aquellos años con toda su intensidad, mezclándose sólo en algunos casos con los gitanos.

      Unas fiestas del barrio, mis diecisiete o dieciocho años se sumergían al calor de la tribu urbana prejuvenil. Como otros años rumores de pelea con cadenas y navajas entre algún grupo con los gitanos del cruce. Reponemos provisiones entre las casetas de la feria y la música de la orquesta. Traemos más litros de cerveza, más tabaco, más pipas. Un grupo de gitanos que dejan traslucir sus coqueteos con la droga nos acorrala, nos piden nuestra bebida y nuestras carteras. Esto ya no es un juego. Uno de mis amigos se adelanta. Somos colegas del Abraham, les dice. Frase salvadora. Se relaja la tensión. Les damos a beber unos tragos. Nos dejan marchar. Con dieciocho años aprendemos a desenvolvernos en las calles del barrio. Son duras y salvajes a finales de los 80.

      La adolescencia pasó. El barrio expansionó sus fronteras dentro de mi mente. Y fuera de ellas cambió las chabolas por M-40s y nuevos pisos.  Acabo de cumplir diecinueve años. Regreso de la Universidad a casa en cercanías. En mi alma se abre un futuro prometedor. Me siento con esa omnipotencia juvenil en que todo es posible. Cruzo las vías abandonadas que en su momento marcaron la frontera. Me acomodo en el parque. Es un día azul, luminoso y soleado. Saco mi tabaco de liar con el que me siento aún más adulto liándome un cigarrillo. Entonces me fijo en esa figura que cojea. Hacía años que no había vuelto a ver al Abraham. Viste ropa elegante, pasa a unos veinte metros de mí. Se fija en mi cigarro recién liado y me dice a voces. ¡Menudo porrito primo! Que va es tabaco de liar le respondo. ¡Ya ya , tabaco! Que lo disfrutes compadre. Creo que fueron las únicas palabras que nos dirigimos en nuestra vida. Desde luego él ni sabría quién era yo. Creo que fue de las últimas veces que le vi.

      Me siento feliz como sólo un joven que ha dejado atrás la turbulenta adolescencia se puede sentir. Constato que las guerras gitanas que mi mente había construido han terminado. Ese día todo me parece posible. Aún no sabía que los enemigos de verdad, los que trae la vida y me harían madurar a golpes de dichas y de sufrimientos como siempre fue y siempre será, esos que sabrían a fracaso y desolación en ocasiones a impotencia y frustración en otras, que no quitan cromos pero que marcan sus señales en el cuerpo y en el alma, esos esperaban acechando en la esquina. Afortunadamente aquel día aún no lo sospechaba y cerré los ojos al sol de la mañana, abierto al presente y abierto a lo que el futuro me pudiera deparar.
     

Juan Carlos Perez Medina.
Escritor

2 comentarios:

  1. Me parece muy atrapante tu relato de como los distintos juegos formaban parte de tu vida. Uno va creciendo y evolucionando con ellos, y también gracias a los juegos uno se da cuenta de cuánto creció, de los amigos que tuvo y de las distintas épocas que vivió. Muy interesante!
    Jenny

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  2. Muchísimas gracias Jenny. Agradecemos mucho tu comentario. Esperemos que te siga gustando los próximos artículos de Imagineindia.

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